Para El País.

 

El uso de términos como vulnerabilidad, colectivos vulnerables u otros relacionados se ha hecho tan generalizado en nuestro lenguaje que ya apenas se usan otros que venían utilizándose, con mayor o menor rigor y fortuna, para definir las situaciones en las que ahora todo lo ocupa la vulnerabilidad. Y así, términos y conceptos como situaciones de extrema pobreza, grupos marginales o marginalizados, poblaciones excluidas, desfavorecidas, empobrecidas y muchos otros, han ido dejando paso a la vulnerabilidad como concepto que todo lo engloba.

Una simple mirada al diccionario de la Real Academia Española y a su diccionario inverso DIRAE y las gráficas que lo acompañan, nos permite observar cómo ha crecido su uso de modo exponencial en las últimas décadas y, me atrevo a decir como mero lector de medios de comunicación, sigue creciendo en la actualidad. Y otra simple mirada estos días a su utilización por parte de las organizaciones del sector en el que trabajo, la acción humanitaria y la cooperación, confirma el éxito del palabro y la generalización de su empleo. La cuestión no iría más allá si no fuera por la simplificación y banalización que ello comporta. Veamos.

¿Son poblaciones vulnerables, por ejemplo, los grupos de personas refugiadas y demandantes de asilo que se encuentran confinadas en el campo de refugiados de Moria, en Grecia, desde hace ya mucho tiempo? Por supuesto, diríamos, lo son. Pero son mucho más que eso. Son personas que han visto vulnerados sus derechos más elementales y a las que se les obliga, contra su voluntad, a permanecer en una situación de permanente vulneración. Referirnos a ese colectivo como “grupo vulnerable” es, sin rodeos, tratar de maquillar una dramática realidad. Son colectivos vulnerados pues, sobre la base de esa previa vulnerabilidad, han visto sus derechos y la satisfacción de sus necesidades básicas continuamente violadas. Y esa vulneración tiene responsables.

¿Son personas vulnerables, por poner otro ejemplo, las y los mayores alojados en muchas residencias de nuestro país, que se han convertido en víctimas preferentes de la pandemia del la Covid-19? Misma respuesta. Por supuesto, lo son. Pero son, además, un colectivo que, sobre la base de una situación de vulnerabilidad previa, han sufrido vulneraciones y violaciones de su derecho a la salud y a la mínima protección. Y, como en el caso anterior, referirnos a ellos exclusivamente como grupo vulnerable alimenta la idea de que eso era inevitable, de que ha sido “culpa del virus” y de que, en resumen, no hay responsabilidades. Y por supuesto que también en este caso las hay.

En las definiciones más utilizadas y aceptadas de la vulnerabilidad, se dice que se trata de “condiciones determinadas por factores o procesos físicos, sociales, económicos y ambientales que aumentan la susceptibilidad de una comunidad al impacto de amenazas”. Es decir, se trata de condiciones previas de sensibilidad y debilidad de ciertas personas o grupos que se agravan cuando se materializan ciertas amenazas que, siguiendo con el argumento, los “vulneran”.

En el ámbito de la gestión de riesgos de desastres se ha ido construyendo un pensamiento que enfatiza que “la vulnerabilidad no es una fragilidad irreversible ante amenazas inconmensurables: es una condición producida histórica y socialmente, con una participación determinante de las relaciones de poder en ese resultado”. Referirse continuamente, por tanto, a la vulnerabilidad de forma genérica y banal, como concepto englobador para definir las situaciones anteriores y muchas otras, es un error muy grave por parte de las organizaciones sociales pues, en su uso actual, obvia esos elementos de construcción social e histórica y de relaciones de poder o de incumplimiento de obligaciones por parte las administraciones públicas u otros actores, que son fundamentales para entender por qué en Moria o en las residencias de mayores pasa lo que pasa.

La vulnerabilidad, además, tiene múltiples facetas y de ahí que referirnos a ella de forma genérica resulta engañoso. Un grupo indígena en la selva del Chocó colombiano puede ser muy pobre y tener numerosos elementos de vulnerabilidad económica, de recursos y habitar en zonas de gran vulnerabilidad ambiental. Pero su organización social, su cohesión comunitaria, su visión colectiva, su proyecto común les ha permitido resistir y sobreponerse ante muchas amenazas a lo largo de la historia. Los elementos sociales, psicológicos, organizativos forman parte del análisis de la vulnerabilidad junto con las más convencionales dimensiones económicas, de edad, de género, ambiental y otras.

El otro riesgo del simplificador discurso de la vulnerabilidad es que olvida la otra cara de la moneda: las capacidades. Ningún grupo social, ninguna persona, ningún colectivo es solo vulnerable. Definir a cualquiera solo de ese modo es algo que atenta contra su dignidad y que contribuye no solo a presentar la realidad con trazos de brocha gorda, sino que ayuda a estigmatizarlo y a limitar el ejercicio de sus derechos y la lucha por los mismos. Poner el énfasis solo en las vulnerabilidades sin citar y dedicar esfuerzos al fomento de las capacidades de las que toda persona y grupo disponen, es otro de los errores graves que cometemos con demasiada frecuencia las organizaciones sociales.

Aún recuerdo con una mezcla de sonrisa y estupor una anécdota en mis jóvenes años de técnico de formación en la Cruz Roja Española. Estaba con un compañero preparando un material formativo sobre el llamado Análisis de vulnerabilidades y capacidades cuando en el despacho entró el jefe y se unió a nuestra discusión. Tras un rato de debate nos dijo algo así: “Creo que os complicáis mucho la vida. Ellos tienen vulnerabilidades y nosotros capacidades”. Punto. Lamentablemente, este tipo de planteamientos siguen existiendo y no ayudan a plantear una cooperación y una acción humanitaria, y un trabajo social en general, que no contribuya a victimizar y vulnerabilizar a los colectivos y personas que sufren los efectos de las crisis, sino justo a lo contrario: a hacerlos sujetos de derechos y a poder luchar por ellos.

 

FOTOGRAFÍA: Una niña con mascarilla para protegerse de la Covid-19 en el campo de refugiados de Moria, en Grecia, el 2 de abril de 2020.