Para elperiódico.com
Algunas de las imágenes y discursos que difunden los talibanes afganos desde su toma del poder en Kabul solo pueden llevar a engaño a los que desean mentirse a sí mismos. Pueden aparecer tomando helados, conduciendo coches de choque, jugando en el gimnasio presidencial que acaban de ocupar, dejándose entrevistar por una periodista o incluso prometiendo una amnistía general para todos los que consideran colaboracionistas con los actores extranjeros en estos últimos 20 años y con los sucesivos gobiernos locales. Pero nada de eso los convierte en moderados islamistas ni permite suponer que van a ejercer el poder teniendo en cuenta los derechos humanos o las normas básicas del ordenamiento jurídico internacional.
No tiene sentido hablar de talibán 2.0, como si eso supusiera que no solo han aprendido la lección de su paso por el poder en los años finales de la última década del pasado siglo, sino que han atemperado su rigor doctrinal y que, por tanto, no van a abusar de la posición que acaban de obtener nuevamente. Por supuesto, saben usar las redes sociales y crear una narrativa más atractiva que la del incompetente y corrupto gobierno liderado por el tándem Ashraf Ghani-Abdullah Abdullah, junto a Washington y sus aliados. También saben hablar idiomas, atraer a más jóvenes sin futuro a sus filas, mostrarse cercanos a la población local y a sus líderes (abandonados o castigados por los actores extranjeros y los gobernantes locales), usar sistemas de armas sofisticados y manejarse muy profesionalmente en el negocio del narcotráfico. Pero, tras esa fachada instrumental, siguen siendo el mismo grupo, liderado por Haibatullah Akhundzada y Abdul Ghani Baradar, que pretende aplicar una de las visiones más rigoristas del islam suní en todo el territorio afgano, dispuestos sin duda alguna a castigar a quienes se desvíen mínimamente de su dictado.
Solo por cuestiones tácticas cabe entender que, de momento, pretendan rebajar mínimamente el tono porque son conscientes de la necesidad de ganar tiempo para consolidar sus posiciones y, dados sus limitados efectivos, de contar con colaboradores para que el país no se paralice. Pero no puede caber duda sobre sus pretensiones al volver a proclamar el Emirato Islámico de Afganistán, porque en su ADN no está ni compartir el poder –en ningún momento han negociado con el gobierno de Ghani, a pesar del compromiso adquirido en el acuerdo de retirada firmado con EEUU en febrero pasado– ni, mucho menos, someterse a la voluntad de las urnas –entendiendo que ellos están en posesión de la verdad y basta la aplicación literal de su versión deobandí del islam para gestionar los asuntos públicos–.
Cuentan para ello no solo con su poder fáctico sino también con el apoyo de actores externos como Pakistán, interesado desde hace décadas en contar en Kabul con un buen aliado para así poder concentrar toda su atención en hacer frente a la amenaza de India. Asimismo, saben que, mientras no traspasen ciertas líneas rojas –ataques a territorio europeo o estadounidense, apoyo abierto a los uigures chinos, permisividad plena para las acciones de Al Qaeda o Daesh–, lo único que cabe esperar de las grandes potencias y las organizaciones internacionales son meras condenas y lamentaciones sin traducción práctica alguna. Y también disponen de la base económica que les proporciona el boyante negocio de la heroína.
Es obvio que no por ello cabe concluir que su apuesta sea sostenible, tanto por el rechazo interno que acabará generando su gestión entre la población como por la activación de la oposición armada a su reinado. En el horizonte ya se vislumbra la formación de una nueva alianza antitalibán alrededor de Amrullah Saleh y del hijo del legendario comandante Ahmad Shah Masud. Pero eso solo augura más y más violencia.
Mientras tanto, y cuando la prioridad occidental es ahora mismo la evacuación de sus ciudadanos y de los colaboradores afganos, es elemental asumir que hay que hablar con ellos, por la sencilla razón de que para salir por el aeropuerto de Kabul o a través de las fronteras con sus vecinos hay que pasar por sus puestos de control y, sin su colaboración, la operación sería imposible. Y eso no significa su reconocimiento.
IMAGEN: Talibanes vigilan una protesta chií en la ciudad de Herat, la tercera más grande de Afganistán. /STRINGER (EFE)