Para El País.
Son muy pocos los éxitos cosechados y las lecciones aprendidas desde el 11-S en términos de lucha contra la amenaza terrorista. De hecho, lo único que Estados Unidos puede anotar en su haber es que, efectivamente, no ha vuelto a sufrir en su territorio un atentado similar a aquellos. Dado que ese era el objetivo original de la “guerra contra el terror”, que comenzó con la invasión de Afganistán en octubre de 2001, cabría concluir que todo lo demás —a anotar en el apartado del debe— serían apenas efectos colaterales perfectamente asumibles.
Pero difícilmente se puede sostener ese juicio —aunque incluya la eliminación de Osama bin Laden y Abubaker al Bagdadi— cuando son tantos los errores acumulados y no pocos los efectos perversos de la desventura militarista que inició George W. Bush. Ahí queda, para empezar, el desprecio estadounidense a una OTAN que, por primera vez en su historia, activó el artículo V del tratado y se encontró con que Washington prefirió montar una “coalición de voluntades” claramente unilateralista a pesar de las apariencias. Desde entonces se ha ido ensanchando la fractura interna de una Alianza cada vez más desnortada, junto a la que afecta a la Unión Europea y a EE UU; precisamente cuando más necesaria es la cooperación trasatlántica para hacer frente a problemas tan serios como la crisis climática o la emergencia de China.
Por el camino ha quedado —¿irreparablemente?— dañada la credibilidad de Washington como garante último de sus aliados. ¿Qué confianza pueden tener hoy Taiwán, Ucrania o los países bálticos frente a las amenazas que perciben de China o Rusia, cuando EE UU ha dejado abandonados a los afganos bajo la presión de un simple grupo irregular? Por muy racional que sea su intención de salirse de un escenario en el que no están en juego sus intereses vitales para concentrar su esfuerzo en hacer frente a Pekín y Moscú, es inevitable pensar que su condición de hegemón mundial queda aún más erosionada de lo que ya lo estaba antes de la deplorable retirada de Kabul.
La “guerra contra el terror” ha empantanado a EE UU en una tarea incierta, dejando margen de maniobra sobrado a China y Rusia, y ha habido que esperar a la primera Estrategia Nacional de Seguridad firmada por Donald Trump en 2017 para reconocer que ese era un marco inadecuado y que, en su lugar, el nuevo vendría definido por la competencia entre potencias globales. El problema es que ahora llega a esa competencia en peores condiciones que antes y, entretanto, ha despilfarrado ingentes recursos humanos y económicos sin lograr eliminar la amenaza terrorista y, mucho menos, sin democratizar el mundo islámico. Mientras, sus infraestructuras y servicios se han deteriorado significativamente, precisamente cuando le resultaban más necesarios para responder a la Gran Recesión, que ha dejado a muchos atrás y ha aumentado muy peligrosamente la polarización social. Los planes de ayuda que está tratando de sacar adelante Joe Biden buscan, precisamente, modernizar a Estados Unidos y frenar el trumpismo con vistas a las elecciones legislativas del próximo año y a las presidenciales de 2024.
FOTOGRAFÍA: Restos del World Trade Center, en medio de los escombros en Nueva York, el martes 11 de septiembre de 2001.ALEXANDRE FUCHS / AP