Las elecciones presidenciales celebradas el pasado enero en Sri Lanka dieron de nuevo la victoria al presidente Mahinda Rajapaksa. Los resultados, más que apuntar avances hacia la democracia, parecen confirmar la consolidación de las divisiones étnicas que alimentaron tres décadas de guerra civil. El arresto posterior del principal candidato opositor, el general Sarath Fonseka, y las represalias contra sus seguidores, muestran asimismo una peligrosa deriva hacia el autoritarismo.
Rajapaksa obtuvo el 58% de los votos, cosechados especialmente entre la mayoría cingalesa, que supone las tres cuartas partes del electorado. Los tamiles votaron en muy pequeña proporción (no superior al 30%, frente al 70% de media) y la mayoría lo hizo por el candidato derrotado. Como señala Jehan Parera, director del Consejo Nacional para la Paz, los resultados muestran las fallas que sufre la democracia del país, donde la regla de la mayoría acaba convirtiéndose en la regla de la mayoría étnica.
Aunque la jornada electoral se desarrolló de forma limpia, los abusos de autoridad y las prácticas irregulares fueron la tónica en el periodo pre-electoral, incluyendo desde amenazas e intimidación contra el candidato opositor y sus seguidores, hasta un uso irregular de los medios de comunicación estatales. Más graves han sido los acontecimientos tras las elecciones. Así, el 8 de febrero, el gobierno ordenó la detención del general Fonseka, acusado de traición entre otros graves cargos, y de algunos de sus seguidores.
Esa deriva autoritaria y violenta del régimen se muestra también en visiones conspirativas sobre el papel de agentes extranjeros, acusando, por ejemplo, a EE UU y Noruega de financiar a los candidatos opositores. Cabe imaginar que esta estrategia pretende cimentar una mayoría aún más amplia en las elecciones parlamentarias previstas para el próximo mes de abril, con el fin último de lograr los dos tercios de la cámara que son necesarios para cambiar la Constitución.
Fonseka: el candidato sorpresa
La candidatura de Fonseka fue una sorpresa en unas elecciones que inicialmente parecían un ejercicio de confirmación en el poder de Rajapaksa. Apoyado en la popularidad que le dio la victoria el año pasado sobre el Ejército de Liberación de Tamil Eelan (LTTE, más conocidos como Tigres Tamiles), después de treinta años de guerra civil, Rajapaksa y sus seguidores pensaban en esta elección como una reválida que pasarían sin problemas, en un país en que la mayoría cingalesa está ahora disfrutando, por primera vez en décadas, de algo parecido a un "dividendo de paz". No calculaban que Fonseca- comandante en jefe del ejército y, por tanto, responsable militar de esa victoria- decidiera presentarse a disputar la presidencia.
Fonseka es conocido por su nacionalismo cingalés y, al menos debido a su cargo, también puede considerarse responsable de la brutalidad que marcó el fin de la campaña contra los tamiles. Sin embargo, se presentó a las elecciones con un plan de reconciliación que comprendía levantar el estado de emergencia y la desmilitarización de las regiones del Norte y el Este, donde vive la mayoría de la población tamil. Su campaña también se basó en denunciar el estancamiento económico, la corrupción, el clientelismo del presidente y de las redes que le rodean, así como la ineficacia de un aparato estatal caracterizado, entre otras cuestiones, por tener activos más de cien ministerios. Con ello logró movilizar a su favor a una oposición hasta entonces dispersa, incluyendo a varios partidos tamiles y musulmanes, como la Alianza Nacional Tamil y el Congreso Musulmán de Sri Lanka. Así se explica que, aun con la baja participación de este segmento de la población, la inmensa mayoría de esos votantes apostaran por él.
Las heridas de la guerra
La ofensiva final contra los tamiles fue brutal en todos los órdenes. La ONU estima que sólo en las últimas semanas de bombardeos indiscriminados murieron más de 7.000 civiles y otros 13.000 resultaron heridos.
Se calcula que más de 100.000 personas han muerto en estas tres décadas de guerra. Además, cientos de miles de personas que huían de los combates fueron después confinados en campos de detención, oficialmente con el propósito de separar de forma sistemática a los civiles de los combatientes. La crueldad con la que se rigieron estos campos y la prohibición de que las agencias de ayuda accedieran a ellos- luego seguida de una práctica más abierta pero aún muy restrictiva- fueron denunciadas a nivel internacional. Después de varios meses algunos de estos campos abrieron sus puertas y muchas personas pudieron regresar a sus zonas de origen, muchos de ellos sembrados de minas y restos explosivos.
Desde su independencia en 1948 las prácticas discriminatorias de la mayoría cingalesa contra la minoría tamil han sido continuas, incluyendo persecuciones y matanzas en los años cincuenta, setenta y ochenta. En 1956, el cingalés se impuso como única lengua de gobierno. Todo ello llevó a finales de los años setenta a un incremento del separatismo tamil. El LTTE, liderado por Velupillal Prabakaran, utilizó todo tipo de tácticas para convertirse en el único representante de esta causa, llegando a ser una de las guerrillas mejor armadas y organizadas del mundo, con una macabra especialización en atentados suicidas.
Aunque nadie se atreve a aventurar cuál será la vía que seguirá ahora el gobierno, los últimos acontecimientos parecen descartar que vaya a optar por una política de reconciliación nacional, que incluiría dotar de mayor autogobierno a las regiones tamiles, fomentar y apoyar el retorno de los desplazados en condiciones de seguridad y apostar por un desarrollo incluyente. Por el contrario, todo indica que seguirán las políticas económicas y sociales que favorecen a los cingaleses, alimentando aún más la tensión étnica y los resentimientos. El propio presidente ha señalado que la reconciliación es algo que preocupa a las ONG y a los extranjeros, mientras que la gente de Sri Lanka prefiere pensar en el desarrollo (así parece apuntarlo el masivo apoyo electoral de los cingaleses a Rajapaksa).
El futuro de los tamiles, por su parte, se presenta incierto. El LTTE fue prácticamente aniquilado, incluidos sus principales comandantes. La populosa diáspora tamil en el extranjero siempre ha apoyado financieramente a este movimiento y es difícil prever qué ocurrirá ahora con esos apoyos. Miembros del LTTE asentados en EE UU y Europa han lanzado la idea de formar un gobierno en el exilio, que les permita mantener el perfil político.
En Jaffna, la capital histórica de la civilización tamil, tomada por el ejército desde 1996, ahora se están levantando ciertas restricciones de movimientos y hay una ligera reactivación del comercio. Sin embargo, miles de jóvenes siguen desaparecidos, muchos fueron asesinados, y los tamiles siguen viviendo en condiciones muy precarias. Muchos analistas sugieren que la brutalidad de la ofensiva del año pasado puede significar, en el medio plazo, la radicalización de una nueva generación de tamiles.
Las críticas de EE UU y la Unión Europea, por otro lado, parecen hacer poca mella en el gobierno, que ha hecho un esfuerzo por buscar otros aliados. Irán ha hecho importantes aportaciones económicas; Pakistán le proporcionó armas para la ofensiva final; China es ahora el mayor donante bilateral, con más de 1.000 millones de dólares en créditos blandos. India también es un donante importante y el comercio entre ambos países ascendió a 3.900 millones de dólares en 2009.
La UE, por último, cuenta con un posible instrumento de presión. Sri Lanka tiene un acuerdo de acceso preferencial a los mercados europeos (GSP+) cuya continuidad, según el International Crisis Group, podría condicionarse al desarrollo de políticas de reconciliación y reformas democráticas y a la investigación sobre posibles crímenes de guerra. Se trataría de intentar atajar lo que este think tank ha llamado con acierto "la eterna revancha" de Rajapaksa. Pero no está claro que esa presión vaya a aplicarse, ni tampoco que pueda ser eficaz.